viernes, 22 de marzo de 2013

EL PERFIL DE LA MEMORIA


Desde el Viaducto Fernando Hué la panorámica era evocadora, un ir y venir frenético de pequeñas abejas que conformaban un bullicioso microcosmos, un laberinto enrevesado y caótico, un enjambre furioso donde las chimeneas empezaban a ser protagonistas, a los ojos cansado de Tomás de la Cruz, esa ciudad dentro de otra ciudad representaba el principio y fin de las cosas.
            Se acababa de jubilar, en su última clase sus alumnos habían recitado poemas de Miguel Labordeta, él se sabía sus obras de memoria y las repetía cuando se sentía triste o melancólico, al intuir a lo lejos la misteriosa ermita de San Antón, a sus labios acudieron esos versos devastadores.
            Una mañana se fue de aquel confort infantil, de ese útero materno que en su imaginario siempre fue el Barrio de San Julián, y había vuelto para reconocer, para buscar fantasmas de hace más de treinta años, rostros de chicos jóvenes, como él se veía frente al espejo, tal vez el primer amor, no conocía a nadie, el ruido incesante le aturdía y a la vez le maravillaba, se dejó llevar y por primera vez en mucho tiempo sonrió.
            Se decía que a la torre más fascinante que jamás tuvo la ciudad, se le llamó, “La fermosa”, pero desde la estación de autobuses, él descubrió otra nueva, un amasijo desasosegante de cristales y óxido, se introdujo en sus ascensores y como un niño descendió la vertical que imbrica San Julián con Teruel, el vértigo, la emoción, la vida recuperada, la torre Atalaya, una elevación invertida hacia el corazón de la tierra, así son las cosas aquí, se dijo, nada es lo que parece.
            Escuchó la estampida y el júbilo que venía desde el colegio Miguel Vallés, ninguna mirada familiar alrededor, nadie a quien contarle que volvía para morir, su estado era Terminal.
            El latido íntimo de ese barrio se parecía mucho a él, eso le reconfortaba, tenía un aire confuso, tumultuoso, como sacado del neorrealismo de Vittorio de Sica, esos saludos sinceros a gritos, esas risotadas, la energía de las cosas sencillas, y además descubrió que de las paredes colgaban versos iluminando su grisura invernal y que había dibujos estallando en los muros de hormigón, se emocionó pensando que mañana sería demasiado tarde para él.
Se sentó en un taburete del bar La Rambla, se tomó un café con leche y por primera vez en su vida supo lo que era volver a casa.



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