En el conocimiento del infierno del Lobo Antunes aplastabas sombras y consumías sueños, llegaste a la última página como un subsahariano a las playas de Algeciras, con hipotermia, desfallecido, aprendiendo lo que es la angustia de ser hombre. Entonces te llegó un correo electrónico, lo abriste y pensaste que la muerte era en un trozo de ovillo enredado en los juegos de la infancia, un centauro veinticuatro horas, y recordaste sus dedos fluyendo como cachorros febriles, y lo viste al otro lado de la moneda de Camarón, volando desde lo hondo hasta la superficie de las cosas con una sonrisa, y todo se llenó de duendes, gitanos y flamenquitos del lago Nakuru llorando entre dos aguas. Cerraste el correo y saliste al encuentro de los espíritus a galope tendido, buscándolo entre los vinilos y cassettes, una vez más. Ahora en tu ordenador llueven chispitas de uñas, de pelo, de tendones, de cuerdas y madera, pedazos famélicos de él, te pones serio y empiezas a masticar el único sentido de la vida, y te sientas a esperar entre bulerías y conciertos de Aranjuez, con la certeza de que al rescate de la soledad se llega solamente por la vía directa y materna de la posesión del pretérito imperfecto del verbo lucir.
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