Siempre tuve unos ideales inflexibles, a prueba de bomba, y unos principios inquebrantables, o eso creía yo, no contaba con el de congelación.
Había salido de trabajar en el supermercado, reponer, cobrar y así sucesivamente, en bucle. Mi sexto día, sábado por la noche, estaba harto de reproches, humillaciones y gritos, la semana había sido un desastre, pero ya tenía fiesta, ¡gran noticia!, un día, un lujo, un asco, una suerte. Cogí el autobús y me imaginé mi piso calentito y a mi chica con sus más sugerentes prendas de lencería, me encantaba arrancárselas a mordiscos, pensamiento positivo me decía el psiquiatra, esto promete. Por fin el autobús se detuvo, bajé, nevaba suavemente, en el suelo tirada había una rata enorme con las tripas fuera, subí siete plantas en ascensor, giré la llave, entré en el salón y nadie, en el dormitorio y nadie, sobre la cama una nota, un trozo de papel con manchas de aceite, lo desplegué con curiosidad. “La calefacción se ha estropeado, me voy con mi madre, no me busques, no te quiero”.Volví a la calle, ya no nevaba, un frío desagradable me empezaba a quemar y en ese momento entendí lo que era realmente el principio de congelación.
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